Estos días son muchas las voces que se preguntan en España cuáles son las causas de la virulenta respuesta de la juventud ante el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. Las impactantes imágenes de las protestas han recorrido el mundo y han sido portada de todos los medios internacionales. Mucha gente, hasta ahora, prefería pensar que estas manifestaciones masivas con cargas policiales eran cosas que sólo pasaban y podían pasar en Cataluña, o en aquellos lugares donde las "demoniacas ideas separatistas" envenenaban las mentes de la gente de bien. El caso es que la de Hasél no ha sido la primera condena en España a un artista por "enaltecimiento del terrorismo" o "injurias a la corona". Tampoco ha sido ésta la condena más dura, ni siquiera la más arbitraria. El estado español lleva décadas censurando portadas, secuestrando ediciones, enjuiciando a actores y titiriteros, condenando a artistas y a activistas sociales por ejercer su libertad de expresión. Entonces, ¿por qué ahora?

Hay que estudiar el contexto. El reino de España ya estaba sumido en serias contradicciones sociales y nacionales. Desde hace tiempo, era palpable un creciente antagonismo social, entre una clase trabajadora mayoritaria que se ha empobrecido rápidamente en las últimas dos décadas de políticas neoliberales y una minoría que se ha lucrado desenfrenadamente practicando capitalismo de expolio. Este antagonismo social se palpa, por supuesto, en el ámbito laboral, donde la mayoría recibe precariedad y salarios bajos, mientras una minoría percibe retribuciones astronómicas. Pero el antagonismo se palpa también en muchos otros ámbitos, por ejemplo, en el de la justicia: banqueros, políticos y mandos policiales son exculpados e indultados tan sistemáticamente como son condenados sindicalistas, activistas contra los desahucios y artistas contestatarios.

Existe también, en el estado español, una conocida contradicción nacional. España es plurinacional para la mayoría periférica, pero es una, única y homogénea para una minoría centralista que controla el aparato del estado. Este antagonismo, entre identidades nacionales, oculta además un trasfondo histórico complejo, puesto que en España, a diferencia del resto de Europa, venció el fascismo e impuso una dictadura negra durante 40 años, que reprimió todos los nacionalismos excepto el castellano.

Tras la muerte del dictador, se llevó a cabo un proceso político que fue llamado la Transición, mediante el cual, el régimen fascista del general Franco se convirtió en una democracia integrada en la Unión Europea. Aunque aquel proceso tuvo muchos detractores, hay que reconocer que la sociedad española lo fue aceptando hasta respaldarlo por amplio consenso. En parte, por la debilidad de la oposición al régimen tras 40 años de represión y exilio, en parte, también, por la necesidad de integración de las élites empresariales a las dinámicas europeas y, todavía en mayor parte, por el papel determinante que tuvieron los medios de comunicación, el caso es que la sociedad surgida de la Transición fue aceptada mayoritariamente como un nuevo marco. Las voces disidentes y las víctimas de la Transición, que las hubo y no fueron pocas, fueron acalladas e ignoradas en beneficio de los "intereses de la mayoría".

Lo importante del caso es que la Transición sirvió para cerrar, aunque fuera sólo una ilusión, la contradicción fundamental entre lo viejo y lo nuevo. Con la Transición, la sociedad española entró, de repente, en la vorágine de la modernidad y se benefició, en un chasquido de dedos, de las libertades civiles, la democracia, el bienestar social, el trabajo estable, el consumo de bienes, el destape, el acceso al crédito y los avances tecnológicos. Todo era nuevo y todo era mejor, así que todo era bueno. Al menos, lo parecía.

En realidad, España se había integrado con comodidad en la zona periférica de la Union Europea, como prestador de servicios de bajo valor añadido, compitiendo con salarios bajos, pelotazos inmobiliarios, turismo de borrachera, sol y playa. El país estaba dirigido por una casta de políticos, jueces y empresarios del antiguo régimen, mediocres, ignorantes y reaccionarios, que se habían reciclado en pretendidos demócratas modernos. Dirigían el país como un cortijo, hacían y deshacían cual caciques, cumpliendo a rajatabla los designios del gran capital internacional, mientras se dedicaban al saqueo, la explotación, la estafa y el tráfico de influencias. España se había entregado a la desindustrialización, la privatización y la externalización. La corrupción se extendía hasta los últimos recodos del sistema, hasta que no quedó ninguna institución limpia de sospecha. La farsa continuaba porque el capital fluía, el grifo del dinero europeo estaba abierto, nadie quería ver lo que era obvio.

Sin embargo, en muy pocos años, el colapso del modelo neoliberal occidental empezó a dejar al descubierto las vergonzosas verdades de aquella España de cartón piedra. A la crisis financiera del 2008, le siguieron las "políticas de austeridad", eufemismo con el que se intentó camuflar un recorte sin precedentes en derechos sociales y libertades. El malestar social aumentó, la crisis trajo movilizaciones, que fueron contestadas con represión y ésta evidenció los déficits democráticos del sistema establecido tras la Transición. Importantes sectores de la sociedad empezaron a despertar, las movilizaciones fueron confluyendo.

La contradicción latente entre lo viejo y lo nuevo, que estaba adormecida, había despertado. El movimiento 15M fue el primero en dar forma a este antagonismo, pero pronto le siguió el movimiento soberanista de Cataluña. Después de décadas de consenso acrítico, ambos movimientos ponían en tela de juicio el proceso de la Transición y cuestionaban la legitimidad y la capacidad de la elite dirigente, rompiendo con una visión edulcorada del pasado y reclamando que el futuro le pertenecía a la juventud.

Llegamos aquí al fondo de la cuestión que, en nuestra opinión, explica la respuesta al encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. Esta juventud indignada no ha surgido de la nada, lleva varias décadas creciendo a la sombra de un sistema que les ignora. Son las generaciones más preparadas, más educadas, más capacitadas de la historia. Han crecido y se han educado, contemplando la penosa decadencia de una sociedad fantasmagórica, que no ha sabido enfrentar su pasado y que no sabe cómo enfrentar su futuro. Tienen mejor formación que las generaciones que les preceden, les acompaña un gran sentido de la justicia y una concepción muy profunda y crítica de lo que debe ser una democracia. Por ello, son plenamente conscientes de la gran farsa de la sociedad española. Saben que la meritocracia es un engañabobos, que no se recompensará su esfuerzo ni su capacidad, saben que se espera de ellos tan sólo una burda pleitesía de sociedad caciquil que no están dispuestos a practicar.

La España de hoy no tiene nada que ofrecerles, excepto precariedad, paro juvenil y trabajos para los que están sobrecualificados. Es el mercado europeo con más graduados universitarios que trabajan por debajo de su cualificación, un 37,6% en 2018. Es el estado europeo con más jóvenes que no encuentran trabajo, un 40% en 2020. Es el estado europeo con la tasa más baja de emancipación entre 16 y 29 años, con sólo un 18,5 % en 2019.

Con estos datos en la mano, ¿a quién le sorprende la juventud indignada? El estado español es una sociedad obsoleta. La inmensa mayoría de sus dirigentes, de sus líderes, de sus directivos, son incompetentes para dar respuesta a los desafíos actuales. Políticos, empresarios, periodistas y banqueros, escasamente cualificados, con formaciones más que dudosas, incultos y analfabetos tecnológicos, profesionalmente mediocres, con mentalidades reaccionarias, machistas y autoritarias, pretenden dictar a nuestra juventud el camino que deben seguir como mansos corderos. Pero nuestra juventud es inteligente y tiene, además, a su disposición una poderosa arma de liberación: la información, el conocimiento.

Los jóvenes que toman las calles tienen mucho que decir y convendría escucharles para aprender.

Ya no creen en las instituciones, porqué detestan la hipocresía y conocen la corrupción. No creen en los partidos políticos ni en la delegación de responsabilidades, sino que practican el simple y efectivo "háztelo tú mismo". No creen en la competencia ni en el mercado, puesto que conocen la cooperación y el valor de las comunidades. No creen en el centralismo porqué conocen la eficiencia de las redes. No creen el liderazgo porqué valoran el anonimato. No creen en las promesas porque confían en la prueba de trabajo. No creen en el dinero porqué viven en la cadena de bloques. No se les puede comprar con bienes materiales porque están hastiados de consumismo y saben el gran valor de lo intangible. No se doblegarán al obsoleto presente, porqué el futuro les pertenece.

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